Inauguramos a partir de hoy en Mondo Píxel una semana (o lo que se tercie) dedicada a Bioshock Infinite: unos cuantos posts monográficos sobre el elogiadísimo juego dirigido por Ken Levine. Su ambientación, su argumento, su calidad como espectáculo visual, hasta los peros que le podemos poner van a ser desgranados en unos cuantos posts temáticos. ¿De qué va todo eso de las disrupciones espacio-temporales? ¿Por qué cantan una de Soft Cell pudiendo cantar una de Men Without Hats? ¿Son las peliculicas interactivas el fin de todo o el principio de algo? Posiblemente no respondamos nada de eso, pero está claro que alzaremos otras cuestiones, si cabe, más peliagudas. Arranca, a modo de introducción perfecta para quienes aún no hayan subido a Columbia, Henrique Lage.
A cualquier jugador de entonces se le habrá quedado en la memoria el comienzo de Half-Life: en primera persona asistimos a un gigantesco complejo científico que despliega la claustrofóbica ambientación del juego de un modo magistral, empezando por quebrantar un principio de sentido común como que nuestro personaje comience, durante un largo rato, incapaz de interactuar con lo que ve. Ese viaje sobre raíles podría tener un eco en el primer Bioshock, con el descenso submarino a Rapture. En ambos casos, asistimos a una visita guiada al escenario del que luego tendremos que escapar, creando en el jugador la sensación opresiva que se espera transmitir. El aterrizaje en Columbia es bastante distinto: sí, tenemos a vista de pájaro el lugar donde se va a situar nuestra aventura, pero lejos de buscar una primera impresión fascinante o un recorrido riguroso por los distintos escenarios, tenemos retazos de imágenes, que acaban siendo invadidas por lemas religiosos y música sacra.
Dicho comienzo revela una postura muy clara de lo que se propone Bioshock Infinite: ser, ante todo, un espectáculo sobrecogedor. Elementos como los aeroraíles o los museos con la historia de Columbia se mantienen en el lugar opuesto a las actuales tendencias de crear, como en los sandbox, una ilusión de libertad: Bioshock Infinite no niega nunca que te está llevando de la mano, al contrario, hace ostentación de ello. Es bien conocido que, para impactar visualmente, es muy importante tener un control sobre el punto de referencia que tiene el espectador -algo que se refuerza cuando, en varios momentos, el juego nos avisa que podemos pulsar un botón para fijarnos en un evento concreto de nuestro entorno-, y qué mejor manera que desplegar ante él un teatrillo, una única perspectiva donde los márgenes los marca el vacío. Pero también hay otros motivos: cuando Rapture podía hacer de su ambiente viciado y su escasez de luz un buen elemento para que no nos detuvieramos lo suficiente, Columbia es menos hostil – incluso en la espeluznante casa de Comstock – y, desde luego, menos vistosa cuando nos detenemos en detalles que, si bien forman parte de un conjunto impresionante, de cerca son píxeles que revelan el artificio a nuestro alrededor.
No es que ahora nos vayamos a poner quisquillosos con el aspecto gráfico, pero hay algo en la poca relevancia de los elementos minúsculos que funciona como una excelente metáfora: el juego mantiene una ambición que cumple su papel con éxito, a cambio de renunciar de aquellos pulir detalles que, bueno, tal vez no sean esenciales, pero quien quiera buscarle errores, los va a encontrar. No es raro acercarse a un mercadillo y que los personajes se queden en completamente en silencio, mirándose. O que no se active un evento hasta que te aproximas, lo que, desde lejos, contemplamos como “actores” esperando la orden del director.
También hay quien ha querido ver como problemas asuntos como la excesiva violencia del juego. Pedirle a un shooter moderno que se plantea como un asalto armado contra un par de ejércitos que no sea violento es realmente atrevido. En el fondo, lo que reside es el temor de que, a diferencia de Portal 2, este no sea el juego que puedes convencer a tu madre para que lo pruebe. Y no deja de mostrar un curioso complejo de inferioridad que estemos empeñados en que los juegos no solo deben ser magníficos como tales, sino tratar de huir de lo que consideramos frívolo,o incluso divertido, porque aspiramos a que se vea como algo más elevado . Puedo entender que el contraste entre su falso aspecto apastelado y el salvaje despliegue que lo inunda genere un contraste bastante agresivo, pero no me cabe duda de que esa es la intención, pues es la propia historia la que hace hincapié en la dicotomía entre el idilio y el infierno.
Otros problemas que se le han querido ver es como su retrato caricaturesco se ha confundido con cierto racismo, en ese debate que se empeñan en alimentar los que aún no diferencian entre lo representado y su significado. No hace falta dedicarle más tiempo.
En las mecánicas del juego la primera pregunta es si Dishonored le ha robado la cartera al adelantarse en no pocas similitudes, pero con una experiencia más directa: una mayor agilidad para realizar las oportunas acrobacias frente al un tanto artrítico sistema de aeroraíles. Bioshock Infinite es menos dependiente de los tónicos de lo que aparenta, además de que todo su control parece haber sido estudiado para facilitar un ritmo de juego moderadamente alto.
Pero donde muestra sus mayores virtudes en el aspecto narrativo. Tomando ya el sobado elemento revolucionario de una distopía, al menos parece que tengamos una historia que sí parece escrita por y para adultos, con un nivel de ramificaciones, mitología y desarrollo de personajes que consigue un efecto prácticamente novedoso para mi: una auténtica borrachera de historia. Para cuando asistimos a la explicación final, apenas tenemos fragmentos de lo que hemos visto durante todo el juego, la sensación de contemplar la imagen de la caja después de haber batallado con unas pocas piezas y descubrir que son insuficientes. Y esa capacidad para ofrecer un relato sesgado, apenas intuido en un huracán de datos, toma la mejor de una narrativa moderna que, cada vez más, parece construída con el objetivo de que su eco sea analizado, interpretado y manipulado en futuras discusiones.
Lo que aumenta la verdadera inmersión en el juego, bugs aparte, no es sólo el reconocer patrones y elementos de tantos como enriquecen ese mundo, sino el saber encontrar experiencias inusuales en un videojuego: sentarse a tocar la guitarra en Shantytown mientras Elizabeth canta y regala una fruta a un tímido niño hambriento, o despertarse en la animada playa, un partisano de Vox Populi haciéndose una fotografía ante un Handyman caído, y cómo no, Songbird, una estrella desde el primer momento y con más carisma que los Big Daddy.
Por otra parte, está el polémico sistema de decisiones del juego. Es extraño tener que seguir discutiendo estos asuntos, cuando el propio relato hace hincapié duramente en ello: sí, es un aliciente interesante contar con escalas de moralidad o alternativas que mantienen la ilusión de libertad en el juego, pero Bioshock Infinite no solo tiene más interés en contar una única versión de la historia -¡paradójicamente!-, sino que cuenta una historia sobre la elección, o sobre la ausencia de elección, y para ello, mediante nuestros psicopompos locales, los hermanos Lutece, nos deja claro que por muchas veces que tiremos la moneda, siempre saldrá cara.
No todo son flores. Está Elizabeth. Elizabeth es la principal atracción y verdadera protagonista, pero cabe preguntarse si las alabanzas no han sido demasiado forzadas. ¿Es tan relevante como personaje dramático, o es otra princesa Disney liberada de su torre de marfil, esperando al hombre que la rescate y le enseñe mundo? Ese síndrome de la hermana pequeña, como Alyx Vance. El convertir a la compañera en una mascota, un perrito faldero. Este medio no está sobrado de personajes complejos, y como el arco dramático de Elizabeth es extremadamente complejo, su personalidad o cambios en la misma deberían haber ido acorde. No es que no sea agradable, o que no sea de ayuda (de demasiada ayuda, diría yo) pero creo que la industria aún tiene que dar muchos pasos para poder llegar a confundir a personajes como Elizabeth con personas.
Para acabar, hay que preguntarse qué clase de juego es Bioshock Infinite. Sobre si su historia era apropiada para su género o viceversa. Pero sobre todo, si marca una pauta, una señal hacia otro tipo de juegos que prioricen de esa manera la construcción de mundos, el desarrollo narrativo y la impresión por encima de la experiencia o la habilidad. Quizás como los viajes que también suponían Portal 2 o Heavy Rain, estemos ante un atisbo de un modelo futuro. Tal vez sí que estemos como en aquel vagón de Half-Life, contemplando anonadados un trabajo de varios departamentos queriendo dar lo mejor de sí, construyendo una gigantesca estructura que contemplar y por la que caminar. O quizás solo sea una rareza, un paso extraño hacia una dimensión desconocida, con sus aciertos y defectos. Lo que no se puede negar es que Bioshock Infinite es una experiencia que cualquier jugador debe vivir en sus propias carnes, porque, de todos los juegos que podrían haber salido, este es sin duda, único.