Rez
2001
Dreamcast (versión comentada), PS2, XBOX 360
United Game Artists
Durante una partida cualquiera a REZ, uno puede percibir las diferentes etapas a las que el juego, de manera consciente, nos va sometiendo. Primero engrasar reflejos y asumir mecánicas básicas, limitadas a un movimiento mínimo sobre raíles y un sistema de disparo tan heredero de Panzer Dragon como de R-Type, bruñendo cada arista y reduciendo cada idea a su mínimo funcional. Después llega el vértigo, el descubrimiento incómodo de comprobar que sobrevolar por K-Project, la red neuronal del sistema Eden, no parece tener fin. El flujo acelera violentamente y los final bosses nos recuerdan que no todo es ritmo y planear como una golondrina, la náusea rompe el ritmo: son los primeros síntomas de reconectarse a Matrix. Y para cuando queramos darnos cuenta, ya estaremos sumergidos hasta la cabeza en ese lisérgico mapeado de vectores, colores saturados y tecno noventero. Pulsamos de manera rítmica, se nos desencaja la mandíbula y nos lloran los ojos: nos hemos transformado en uno de esos autómatas que el subyacente guion se esmera en destruir. Un trance del que cuesta escapar.
Tetsuya Mizuguchi concibió REZ en una rave. Perseguía una experiencia sinestésica, donde todos los sentidos danzaran en armonía, creando así una inmersión analógica dentro de un medio engreídamente digital. Somos sangre bombeada por arterias infectadas de geometría. En efecto, música, mecánica y gráficos no son cámaras estancas compartimentadas por una vaga idea general. Aquí son un todo avanzando en guardia hacia el infinito. Eden, una suerte de HAL 9000, entra en un ciclo de dudas existenciales y acaba por plegarse sobre su propia conciencia, corrompiendo todo cuanto sobrevive dentro. De esta manera se revisa frente a nuestras narices el discurso ontológico, revestido en forma de avatar. No somos un hacker que combate bugs para purificar a Eden, somos la parte de su consciencia que anhela volver a la cordura, aunque esta pase por sacrificar el conocimiento. Ese maniquí de dibujo artístico calcinado al que solo le quedan los alambres, nos desvela que somos frágiles, que no valemos una mierda —aunque en último término, el mayor enemigo de Eden sea ella misma—.
La rareza encontrada en REZ, hijo de una consola de por sí insólita en valentía y creatividad, es uno de esos fantasmas que vaga alrededor de cientos de juegos actuales. El germen de REZ habita, a poco que nos fijemos, en cualquier parte (desde el GLaDOS de Portal a los prados inmensos de Flower). Y la razón es sencilla: tras esa pátina intelectualoide de Kandinski‘s y alegatos a la existencia, sobrevive una mecánica arcana, la más efectiva de todas. Un videojuego perfectamente actual, adictivo hasta lo pernicioso que, como los buenos, seguirá profetizando más allá de su herencia consciente. Dicho de otro modo más profano, REZ es atemporal.