La palabra mitología está formada por mythos, que significa “narración” y “palabra”, y por logos, cuyo sentido primero es también “palabra”, “discurso”, antes de que empezara a designar la inteligencia y la razón, acepciones posteriores, incrustadas en el marco de la explicación histórica y filosófica a partir del siglo V.
Cuando mito y logos empiezan a funcionar en oposición -como caras opuestas de una misma moneda léxica-, cuando se configuran como términos casi contrarios, cuando “mito” designa narraciones sagradas o heroicas relativas a un corpus cultural del ámbito de lo ficticio, y “logos” se erige como heraldo de lo verdadero, se produce una separación artificial de cosas que originalmente funcionaban juntas. A partir de una cosa sola se desgajaron dos y empezaron, ambas, a adentrarse en derroteros nuevos.
Esta escisión del discurso se dio también en el videojuego, artefacto que también tiene bastante de mitológico tanto en el sentido monista como en el posterior sentido dualista del término. El videojuego antiguo, aquel que emanaba de los circuitos de hardwares rocosos, discurría en una sola dirección. Su discurso era uno, el mythos emergía del logos como reflejo uno del otro y ambos señalaban una sola cosa. No existía, salvo en la mente del receptor, una narración ajena al propio discurso, al propio funcionamiento mecánico y concreto del juego. La narrativa del juego era su mecanismo funcionando, siendo, contando cientos de historias de agonía, de amargas derrotas, de victorias heroicas, que todavía recordamos como si las hubiéramos vivido anteayer porque el sentido, el verdadero argumento, se lo dimos nosotros.
Con el tiempo se fue produciendo la misma escisión que se produjo en la naturaleza etimológica de la palabra mitología, pero ya no por una cuestión de descripciones y explicaciones externas, de disciplinas propias de un nuevo tiempo, sino por la toma de consciencia. La tan temida y peligrosa autoconsciencia. Conscientes de que contaban, de que contenían un fuerte componente comunicativo que adquiría formas poderosas en la mente del ejecutor-receptor (del jugador, claro), los videojuegos empezaron a querer contar aún más cosas. Sin embargo, acabaron contando cosas diferentes, escindidos en dos planos: un mythos hambriento que rebuscaba referentes y cosas que decir en el patio de atrás de los vecinos, y un logos que, cercenado de su otra mitad, carente de objetivos definidos, reproducía discursos abruptos, mermados, a menudo ininteligibles cuando no contradictorios. Juegos que decían una cosa (hablada, por medio de personajes; mostrada, por medio de escenas de vídeo; escrita, en líneas de texto), pero que contaban otra cosa distinta (ejercitada, reproducida, jugada).
Apotheon (metroidvania con consistencia de papel que mira con cautela pero curioso a los Souls de From Software) ni mucho menos realiza una espectacular regresión al discurso unívoco, a la mitología original, al status quo del videojuego en su estado primitivo. Y menos mal, porque tal cosa a estas alturas no tendría sentido alguno, ni valor. Lo que sí tiene son ramalazos tímidos, y algún que otro chispazo fuerte, que denotan una intención de querer comunicar y contar y hacerte experimentar recreando de forma activa, y en la medida de lo posible, las fuentes de las que bebe. La ingravidez de Nikandreos, héroe protagónico, con la que se efectúa el discurso (el logos, o la mecánica) que da forma al mito (lo que nos cuenta el juego), asemeja a ese pheme (“rumor”) platónico que, siempre evasivo, vehiculaba un corpus mitológico de transmisión oral. Ese pheme ya no puede discurrir porque ya no existe como tal en su oralidad, tan solo puede ser recuperado (sus historias, las que contaba) a partir de los testimonios escritos en la literatura clásica, pero que nunca fueron su hábitat natural. Hera, Apolo, Artemis, Dionisos, tampoco existen ya en su hábitat natural -un imaginario colectivo de hace más de dos mil años- pero han sido recuperados para esta ocasión, se ha cuidado su imagen, se han manipulado con mimo las fuentes de las que proviene su misma existencia.
El discurso de Apotheon es plano y liso pero intrincado, y se reproduce con una manera de verse inspirada meticulosamente en el arte cerámico griego, aquí intacto, no tocado por la erosión del tiempo, pero vivo gracias a ese mismo paso del tiempo. Hay mucho de arqueología estética y discursiva en Apotheon; en su bidimensionalidad opaca hay un afán de transliterar, de traducir, de intentar reproducir las fuentes y motivos originales con otro idioma, en otro tiempo y casi en otro universo distinto, intentando preservar sus modos y maneras originales. Nikandreos, el victorioso (porque ha llegado hasta aquí, siglo XXI, PlayStation 4, Internet) corretea ligero por senderos pintados expresamente para él, para nosotros, en un nuevo y extraño mundo. Lo han hecho así para que él se sienta como en casa, y nosotros de viaje.