The Unfinished Swan
2013
PS3, PS4 (versión comentada), PSVita
Giant Sparrow
“El hecho es, señorita, que este rosal debiera haber sido rojo, y nosotros, por equivocación, plantamos uno blanco. Si la reina llega a descubrirlo, nos cortarán la cabeza, ¿comprende? Por eso, señorita, estamos haciendo todo lo posible antes de que ella venga…” Extracto del capítulo VIII de Alicia en el país de las maravillas (1865).
El anterior fragmento, para cualquier conocedor de la obra de Lewis Carroll, supone uno de esos momentos clave de contrastes frenéticos entre la confusión y la ansiedad pesadillesca y el chiste incidental. ¡Son sólo cartas! Alicia está aquí en una posición incómoda, actuando casi como cómplice del enésimo disparate a espaldas de la Reina de Corazones, que resuelve cualquier entuerto con idéntico dictamen: decapitar sin miramientos. La solución más inocente de los pobres peones pasa por pintar la flor equivocada.
The Unfinished Swan es uno de esos juegos que se prestan a toneladas de interpretaciones y también a ser llamados «uno de esos indies bonicos que no venderían un colín». Cuando comencé a jugar, desde ese primer escupitajo de pintura, sentí una confusión similar: el lienzo en blanco del comienzo es en realidad un entorno 3D, y escapar de él pasa por infectar de negrura el impoluto espacio en el que despertamos. Por contra, si nos obcecamos en tiznarlo todo será incluso más difícil avanzar; nubla la vista, distorsiona la realidad. En este punto, la luz siempre es mejor que la oscuridad. Todo el mapa es experiencia, descubrimiento, y por medio de una mecánica típica de FPS, el juego nunca direcciona pero siempre encamina, descubriendo fragmentos de historia —en sentido literal— por las paredes de algunos edificios.
En realidad, The Unfinished Swan actúa como evangelio apócrifo de Flower —no en vano parte de la plantilla del debutante estudio Giant Sparrow trabajó en aquel—. Pero Flower, en su abstracción, era más concreto o, como mínimo, más eficaz. Un pétalo puede ser aquello que deseemos, la primera semilla a un mundo nuevo; un niño nunca dejará de ser un Principito buscando cumplir los anhelos de los padres. Cualquier jugador advertía que tras aquellos prados floridos habría más prados con flores. Aquí evocan mundos enormes por medio de laberintos fractales, arquitecturas no explicitadas y portales a dimensiones paralelas, pero en ningún momento nos brindan la oportunidad de ver un poco más, dejando una sensación de vacío a medias imposible de satisfacer en las escasas tres horas que dura el título.
La trama nos cuenta que un Rey déspota y narcisista —que cortaría cabezas hasta quedarse completamente sólo— pinta una mujer en su desamparo, la reina, buscando formar una familia, el ministerio más quebradizo de cuantos constituye. Ella queda embarazada y abandona al rey, dando finalmente a luz a Monroe, el niño protagonista. Nosotros, guiados por las huellas áureas de un cisne, emprendemos el viaje de regreso al hogar. El Cisne Inacabado era la pintura favorita de la reina y ese cisne desea, en apariencia, ser completado. Una especie de mitades que se atraen para descansar en paz, como aquella teoría psicológica. Luego el Rey condena a alguien porque ha ensuciado su pulcro reino, dando a entender que nosotros como jugadores hemos invadido algo que no nos pertenecía. Su Edén perfecto ha sido malentendido por mentes inferiores.
Esto sucede a diferentes niveles: el juego se dirige al jugador explicitando ese no-mensaje, la libertad, en mecánicas que se autoflagelan —podemos lanzar pintura aunque estemos escalando una escalera de gimnasio— y a su vez nosotros condenamos al juego aceptando el trámite, en una doble intención donde nadie sale perdiendo pero conviene no olvidar que no existe la libertad total sino la capacidad de decidir entre A y B, que el libre albedrío se circunscribe dentro de la causalidad. Por otro lado, puede ser considerado un juego/mensaje donde el creador/padre habla de su obra creada y se maravilla de sí mismo. «Su mayor obra fue él mismo», reza la placa de una estatua erigida por… él mismo. Él no es un buen rey, lo abandonan, exceptuando un gigante que no permuta por perezoso y adormilado, ni un buen autor —todo lo que crea lo deja inconcluso—, ni un buen marido —su mujer huye—, pero de alguna forma su creación justifica su existencia. El pincel de plata que aparecen en varios escenarios siempre es portado como una antorcha, como instrumento de creación y a su vez objeto para alumbrar el conocimiento.
Con Flower comparte también su aversión por la muerte: somos inmortales y la simbología animal —un sapo, un hipopótamo parlanchín, el cisne eterno o una bestia marina— alude a la reencarnación. La muerte no es un elemento persistente en el discurso. Hacia los tramos finales ascendemos sobre los andamios de una escheriana torre que se pliega y voltea y, a la manera de Terry Gilliam, su final es siempre su principio, por medio de la catarsis y la conclusión abierta. Monroe es el único que puede terminar las obras porque tiene metas más allá de adorarse a sí mismo. Y esto despierta una extraña camaradería con los jugadores: en nuestro ejercicio lúdico estamos al menos completando activamente algo, aunque sea disparando bolas de agua a globos de colores.
Cuando The Unfinished Swan fue presentado en 2008 en la USC —la Universidad del Sur de California, su división de juegos y Medios Interactivos para más señas— el proyecto era apenas un divertimento en flash. Por contra, los cuatro niveles de esta versión final contienen decenas de ideas sin reciclar. Cada mundo circunscribe leyes distintas bajo el mismo patrón de acción y, lo que es mejor, cada idea hace intuir más posibilidades de las que utilizamos dentro del juego. Este es el mayor hándicap: no resulta escaso por su brevedad cinematográfica, ni parco con aquello que quiere contar, sino por cuanto insinúa.
Ese escenario a camino entre una Venecia pasada por el filtro de Mirror’s Edge y los pueblos blancos de Andalucía reimaginados por Gaudí, despierta imaginativas posibilidades que quedan soterradas ahí, entre las páginas de un cuento a medio contar. The Unfinished Swan es minimal por las bravas, pese a su rejugabilidad, y en esto me recordó a Dogville, la cinta de Lars Von Trier que rompía con varios preceptos del Dogma 95: comparte su estructura capitular, su reducción de elementos confiando en el espectador/jugador parte de la obra sugerida y no creada, y esa ambientación rural y pseudomedieval destruida por EL PROGRESO.
Pero The Unfinished Swan no es de Blob con un extra de LSD y onirismo new age. Tal vez por su PEGI y su pretendida universalidad, se queda agazapado en las lides de la inocencia y no alcanza madurez alguna como la Alicia de Carroll o la Grace de Dogville. Que ya diría Víctor Hugo aquello de La force la plus forte, c’est un cœur innocent, pero se echa en falta un poco de arrojo. Total, el Rey nunca expira sus pecados. Si podemos, en cambio, tirarles pelotas de pintura a los creadores del juego en unos créditos acertadísimos en intención y adelantados a la competencia. Una buena forma de burla, de contrarréplica, donde la propia voz narradora lo suelta un par de veces sobre los rótulos. Y, bueno, lo mismo no tendríamos que tomarnos los videojuegos tan en serio y en vez de batallar entre nosotros hacerlo por construir ese zigurat superior que diga algo bueno de nuestra especie. Aunque al final siempre acabemos garabateando Babeles de medio pelo. No sé, pocas cosas hay mejores que un folio en blanco.