Desde que Rockstar se pusiera estupenda con GTA IV y decidiese cambiar el tono despendolado de sus anteriores entregas por otro más grave y melancólico no son pocos los sandbox que han aprovechado ese nicho repentinamente vacío para crecer y prosperar, a veces con resultados sorprendentes. Just Cause 2 y la serie Saint´s Row son ejemplos de juegos pandilocos que los veteranos de Vice City y San Andreas suelen definir como mejores GTA que los GTA, e incluso cuando Rockstar volvió por sus fueros con el estupendo Ballad of Gay Tony aquello no podía ser ya lo mismo: daba igual el armamento desmesurado, el protagonista follarín, las misiones de matar moscas a cañonazos (bueno, igual igual no, ¿cómo va a dar igual?), porque aquello eran postizos superpuestos sobre un escenario que no había sido pensado para semejante desmadre. Un pegote divertidísimo y memorable, pero pegote al fin y al cabo se mirase como se mirase.
En el fondo GTA IV no hacía sino empujar hacia donde los hermanos Houser siempre habían querido ir: el comentario social, la trama más o menos solemne pero con poso moral a la vista. En la historia de Nico Bellic engancharon al jugador del cuello para centrarlo en el drama y el soponcio, eliminaron opciones enfocadas a hacer el cabra al tiempo que añadieron otras que profundizan en las relaciones de los personajes, matizaban su carácter, abrían camino para declaraciones muy sentidas sobre el dinero, la familia y las segundas oportunidades. GTA IV ahondó en algo que siempre había estado ahí y lo hizo a costa de rebajar otras de sus señas de identidad, fue el GTA más GTA de la serie y por eso mismo el menos GTA de todos, cerró la puerta (o quizás solo la entornara, pero el gesto es importante) a un sector significativo de su público que pareció dar perdido para siempre. Y en cierta medida, su continuación parecía volver sobre ese camino. O al menos lo parecía hasta que apareció Trevor Phillips.